La entrada en vigor de las Leyes 39 y 40 de 2015 ha supuesto una revolución en las Administraciones Públicas. Una revolución pareja a la que tal vez estemos viviendo en todos los aspectos de nuestras vidas y que dentro de algunos años explicarán muy bien los libros de historia. Pero sin necesidad de viajar al futuro, podemos y debemos decir que el procedimiento administrativo tal como lo conocíamos hasta ahora está muerto y enterrado. La nueva Administración es electrónica y sólo electrónica.
Por eso no es muy atrevido calificar este cambio de revolución. Sin entrar a discutir en qué momento histórico puede datarse el origen de la Administración Pública, lo cierto es que hasta ahora –y desde hace siglos–, los actos administrativos han tenido siempre un soporte físico. Esa etapa ha terminado. Por tanto nos enfrentamos a un cambio de era –el fin del papeleo–, que nos obliga a conocer y a entender muy bien las nuevas normas de procedimiento y de régimen jurídico que regirán esta nueva Administración desmaterializada.
Y aunque hablemos de un cambio radical ¿Es posible entender las nuevas normas como algo caído del cielo? De manera más general: ¿Es posible hoy en día entender el Derecho como algo aislado de la tecnología o de las redes sociales? Y por ir más lejos todavía: ¿Es posible entender el Derecho como algo aislado de la Historia, la Religión, la Filosofía, la Sociología, el Arte…?
Si contestamos afirmativamente a estas preguntas, si defendemos una interpretación desnuda y ahistoricista, estaremos equiparando la aplicación y la interpretación de las normas jurídicas a la lectura de un manual de instrucciones. Y eso las hace prácticamente incomprensibles -como incomprensibles suelen ser los manuales de instrucciones–, y convierte en una tarea destinada al fracaso el intento construir soluciones tecnológicas basadas en normas jurídicas plagadas de retórica, concordancias y remisiones.
¿Cómo enfrentarse, por tanto, a estas nuevas normas? Pues de la misma manera que a las viejas: conociendo su origen y su razón de ser y, sobre todo, no iniciando su lectura acudiendo directamente a los artículos; sería algo tan arduo como leer una guía de teléfonos empezando por el primer abonado hasta llegar al número buscado. El método adecuado es el más obvio: empezar por el principio, es decir: por el preámbulo o exposición de motivos.
Veamos entonces qué tiene de interés para la Humanidad Tecnológica el preámbulo de la nueva Ley de Procedimiento Administrativo (Ley 39/2015). Podemos escoger, por ejemplo, estas líneas en las que señala que “la tramitación electrónica no puede ser todavía una forma especial de gestión de los procedimientos sino que debe constituir la actuación habitual de las Administraciones.” Lo dice claramente, seguramente con mucha más claridad de la que podremos encontrar en los artículos que suceden a este preámbulo: la tramitación electrónica no puede ser una excepción. Otro párrafo del mismo preámbulo condensa en menos de tres líneas varios hitos del procedimiento administrativo, e incluso algunos derechos del ciudadano: “la constancia de documentos y actuaciones en un archivo electrónico facilita el cumplimiento de las obligaciones de transparencia, pues permite ofrecer información puntual, ágil y actualizada a los interesados.”
Conocer y comprender las anteriores afirmaciones no puede sustituir el conocimiento exacto de la literalidad del articulado de una norma, pues es lógico y normal que los artículos alberguen matices, excepciones y situaciones complejas, pero es una preparación imprescindible, que permitirá que el texto de la norma sea una ayuda, no un inconveniente, para los no juristas que deban desarrollar soluciones técnicas de conformidad con la Ley.
Y ya que distinguimos entre juristas y no juristas, conviene aclarar que un jurista no es un historiador, así como un informático –por ejemplo– no es un filósofo, pero si ambos quieren desarrollar soluciones para la Administración electrónica (y mucho más si quieren trabajar juntos), deben al menos ser capaces de entender el origen y la evolución de la Administración Pública, y ser conscientes de que los modos de articular las relaciones entre el Estado y los ciudadanos son tan mutables como la tecnología y los hábitos sociales.
Tal vez suene a broma –o peor aún: a pedantería–, pero puede afirmarse con toda seriedad que el trabajo de unos y otros resultaría mejor y más sencillo si quienes están desarrollando los sistemas de gestión de la nueva Administración tuvieran algún conocimiento sobre, por ejemplo, las revoluciones burguesas, ya que en su origen está la exigencia de derechos para la nueva clase emergente integrada por los ciudadanos (burgueses), derechos que aparecen reconocidos en nuestras modernísimas leyes de transformación digital. Y no menos útiles resultarían ciertas nociones sobre las premisas del liberalismo: libertad e igualdad jurídica de los individuos, Estado de Derecho y separación de poderes.
Y ya puestos a pedir, resultaría muy útil cierta familiaridad con “El Contrato Social” de Rousseau, que explica que los individuos nacen libres y renuncian a su libertad para formar una estructura supraindividual en beneficio de la colectividad. Esa estructura, por cierto, no es otra cosa que la Administración Pública y el modo de renunciar a la libertad individual en beneficio de la colectiva es la elaboración de leyes como la 39 y la 40. Sin ir más lejos.
Por último, es fundamental la idea de que el procedimiento administrativo y el régimen jurídico de las administraciones públicas, se basa en leyes que debemos cumplir los ciudadanos, pero que al mismo tiempo debe cumplir el propio Estado. Por tanto el Estado es la autoridad encargada de imponer la ley pero también se somete a ella, lo que no es otra cosa que el concepto de Estado de Derecho tal como los concibió un tal Robert von Mohl en 1832.
Ahora, sí. Ahora podemos ir a la lectura de los artículos y será mucho más fácil desarrollar herramientas electrónicas de registro, tramitación y archivo. Y si algo sale mal, tendremos que acudir a Montesquieu. O a Mark Zuckerberg. Probablemente a los dos.